Debo haber tenido un metro, un metro diez, la altura justa para alcanzar los dos estantes del modular que tenían libros. Recuerdo algunos nombres y algunas imágenes de las tapa, cada vez que alguien que sabía leer se acercaba yo preguntaba lo mismo: ¿y este de qué se trata? Uno tenía la imagen de Alfonsín en blanco negro haciendo su gesto famoso de las manos unidas y otro de tapas marrones y sin dibujos con un nombre larguísimo para mis cinco o seis años: el Diario de Ana Frank.
Había uno en especial, al que yo me acercaba sola y en silencio, lo abría siempre en la misma página y en el mismo dibujo: una víbora que se había tragado a un elefante, no había más preguntas antes y después de ese dibujo, cerraba rápidamente sin querer saber cómo o porqué, un poco de miedo y un poco de encanto. Mi mundo de los libros tiene eso. A través de ellos comencé a ver: delfines, abuelos, dragones, grullas, niños y niñas de otros lugares, ríos, volcanes, mares, todo eso donde había una casa con un comedor pequeño, habitaciones llena de hermanos y padres que trabajaban mucho. Comencé a ver y a imaginar todo un mundo libre e inmenso en el lugar donde había siestas de silencio y cosas para hacer. La magia de la lectura creció con la biblioteca enorme y luminosa de la escuela, con mi mamá y su poesía aprendida de memoria.
Desde mi mirada hoy, que leo libros todas las noches, libros de niñes, me encuentro de nuevo con mi infancia: un poco en las veredas del barrio, y otro poco en el modular, donde los libros, me hicieron ver el mundo hacia adentro y escuchar algo parecido a esta voz. Siempre que escribo: leo. Letras y palabras de libros prestados me fueron dibujando, creando, así nomás de un metro cincuenta, morena y con la voz igual que esa niña que era.
¿Y este de qué se trata? pregunta mi hija de seis años y a la par entramos en una historia de una torre de cubos… por donde el mundo aun es fantasía, belleza y libertad…
Carolina Bravo
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